El baño es ese lugar donde escondemos nuestra composición orgánica, guardamos una colección de instrumentos y potingues que nos permiten camuflar esos pequeños defectos y en él encerramos nuestra parte animal, porque no somos animales corrientes, somos racionales y debemos demostrar ese hecho mediante nuestro comportamiento y una limpieza impropia de cualquier otro bicho.
Si entramos en el reducto de la ocultación primaria y observamos detenidamente, nos damos cuenta de la retorcida ingeniería con la que enjaulamos aquello que nos hace viles. Comencemos por uno de estos artilugios, uno que solemos tener todos pegado en la pared.
El usuario de esta sala de ocultación necesita saber de alguna manera si está llevando a cabo su propósito, y aquí entra el espejo. Nunca encontraremos a alguien que nos pueda describir con la precisión de un espejo, nos asiste en las delicadas operaciones del cepillado del cabello o los dientes y jamás le dirá a nadie como extraemos esa espinilla que estaba en ese sitio tan raro.
Comúnmente bajo del espejo encontramos otro aparato que nos permite eliminar todas las pruebas de nuestro delito, este lleva consigo otros accesorios menores que complementan su función final, no es otra cosa que el lavabo. Tras renegar de una parte de nosotros mismos en otro lugar de esta sala, vemos los vestigios del delito en nuestras manos, hieden a animal y a todo de lo que nuestra superioridad ordenada se aleja y concibe como primitivo. Entonces liberamos al agua y al jabón que son la bandera de la purificación sobre ella y contemplamos satisfechos la desaparición de las pruebas.
Y sin embargo no hemos llegado a la piedra angular que define este espacio y cuenta de verdad cómo avanzamos a la desaparición progresiva, ni a su fiel compañera que elimina todo rastro de la básica purgación. El estado de esta pieza refleja con exactitud el grado de separación de lo primario del usuario, en este caso particular es totalmente blanca, extrañamente blanca, no desprende un olor ofensivo, sino un toque cítrico y no se puede encontrar ningún color aparte del blanco. Su compañera se describe exactamente igual, tiene años de servicio en sus cerdas y sólo es comprobable su desgaste. La enfermedad es palpable, no sólo se deshace de la porquería, también de cualquier testigo potencial negando así la verdad degradativa mediante ritos cercanos a una religión del hipoclorito de sodio. El sumidero y su fiel espada son blancos y puros y erradican la corrupción del hombre. Es el misterio divino y salvador de nuestro pecado de vivir, de nuestra inteligencia fruto de su vientre, sentados y a la derecha de la taza el rollo, líbrenos de la inmundicia por los siglos de los siglos. Amén.
La visión del cubículo nos ha contado muchas cosas sobre nosotros y la verdad que ocultamos, pero queda mucho por contar, como historia de la humanidad en un rollo de papel higiénico.
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